Volumen: I | #

El final de la década de los 60 y, sobre todo, los primeros cuatro años de la década de los 70, forman una de las etapas más dramáticas de la historia chilena. La intensidad de esos años, que en parte viví junto a mi familia en Chile y, sobre todo, en Valparaíso y Viña del Mar, dejaron un recuerdo imborrable de experiencias. Narraré sólo algunas en este capítulo.

Para comenzar, el año 1970 terminó mal para la DC chilena, pues sufrió la derrota en las elecciones presidenciales con Radomiro Tomic a la cabeza. Aunque su candidatura surgió en el contexto de una crisis interna de la DC, cuya manifestación más visible había sido la partida de un grupo importante de dirigentes que creó el Movimiento de Acción Unitaria, MAPU, pienso que dicho resultado electoral adverso fue principalmente obra del candidato, porque se manejó con poca flexibilidad y una demasiado escasa capacidad táctica. Siendo un hombre extraordinario, que se hacía querer por su brillante intelecto, su fantástica oratoria y su honestidad a toda prueba, era tan vehemente y categórico en sus apreciaciones, que dejaba poco espacio para la discusión de sus decisiones políticas y la revisión de su conducta concreta. Esto era particularmente fuerte cuando se trataba de moverlo a revisar y cambiar sus actuaciones políticas. Con los años, pasados los episodios que voy a relatar a continuación, cambió algo esta actitud. Recuerdo haber discutido un par de veces con él y haberlo dejado pensando. Una vez lo hice por escrito. Aunque me hizo poco caso, me escribió elogiando los comentarios realizados. Dejaré constancia de esto más adelante, en anexos a estos apuntes. Lo dicho no desmerece su enorme calidad humana y política. Defendió el cobre chileno como quizá nadie lo ha hecho hasta ahora en la historia del país. Ideó y logró en el Congreso la aprobación de la ley que creó la Junta Nacional de Auxilio Escolar y Becas, que, en su primera fase, de redacción de un proyecto, él trabajo con todo detalle, recurriendo al consejo de quienes éramos todavía dirigentes juveniles y universitarios. Estuve en un par de encuentros con él y recuerdo su entusiasmo, su disciplina de trabajo, su rigor y su capacidad creativa.

Dos grandes fallas tuvo Radomiro Tomic en la definición de su candidatura presidencial: la primera, fue su relación ambigua, distante y hasta crítica con el gobierno de Frei, lo que, en definitiva, lo perjudicó; la segunda, estuvo constituida por la forma como enfrentó a la izquierda y a Allende. Fueron deficiencias serias, que gravitaron durante toda su campaña y en su resultado final. Su candidatura perdió votos por su flanco derecho, favoreciendo a Alessandri, que estuvo a punto de ganar por estrecho margen, como en 1958. Al negarse a marcar siquiera algunas mínimas diferencias con Allende contribuyó a darle credibilidad a la campaña publicitaria de la derecha, que decía: “Tomic y Allende son lo mismo. Por eso, vote por Alessandri”. Algunos votos se perdieron también hacia la izquierda, pues esta conducta alimentaba la idea de quienes consideraban que, si ambos eran “lo mismo”, entonces era preferible votar de una vez por Allende, a quien se le creía más seguro y/o auténtico en sus posiciones revolucionarias. Allende, por el contrario, mostró lo que era tener capacidad táctica: convirtió su proyecto ideológico, llamado “vía chilena hacia el socialismo”, ¡en 40 medidas básicas e iniciales de gobierno, que comenzaban con la de asegurar medio litro de leche diario para cada niño chileno!

Respecto a la primera falla, algo irracional, distanciaba a Tomic de Frei y vice-versa. En lo personal, ambos cultivaban, creo que sinceramente, una gran amistad, pero, en lo político, tendían a separarse. Se respetaban, pero, a la vez, parecían seguir caminos diversos, aunque eso fuera sólo apariencia, más que realidad profunda. Frei aceptó varias veces ideas de Tomic, como la Marcha de la Patria Joven (Tomic había lanzado la idea de una “marcha de la patria joven latinoamericana sobre Panamá” en 1962, en el balneario de San Sebastián, ante dirigentes juveniles latinoamericanos). El final del histórico discurso, con el que Frei cerró dicha marcha y su campaña presidencial, también se basó en una idea -adaptada, por cierto- expuesta por Tomic en un saludo que le envió a los jóvenes DC de América Latina en 1960. Durante el gobierno DC, Tomic fue embajador de Frei en los Estados Unidos durante tres años y actuó públicamente en forma impecable y brillante. Pero internamente formuló muchas críticas, verbalmente y por escrito. Frei las recibía con irritación contenida. No las compartía. A su vez, tampoco sentía simpatía por la forma como Tomic planteaba las cosas. No le gustaba su estilo tan vehemente, tajante y algo voluntarista. Pero, aunque se cuidaba de exteriorizar críticas directas, se palpaba su distancia e incomodidad, y esto inhibía a los miembros de su gobierno para darle apoyo al que era obviamente su candidato. Durante la campaña electoral Tomic dejó entrever claramente que consideraba insuficiente lo hecho por Frei. Su gobierno, de llegar a ganar las elecciones, no sólo no daría paso atrás alguno (“¡ni un paso atrás!” decía una canción de su campaña), sino que iría más allá de lo hecho hasta entonces, tomando medidas aún más decididas y “revolucionarias” (¡la palabra sagrada de esos tiempos!) que las llevadas a cabo por Frei.

Sobre el segundo aspecto, relato una anécdota. Sucedió dentro del Comité Político de la campaña presidencial de Tomic, al que ingresé invitado por Luis Maira. Pertenecían a este cuerpo especial personeros tan diversos como Renán Fuentealba, Claudio Orrego Vicuña, Tomás Reyes, Jorge Cash, Patricio Aylwin, Pedro Felipe Ramírez y Bosco Parra. Pues bien, se llegó a la conclusión unánime de que se necesitaban actos diferenciadores en relación con la candidatura de Allende. Era necesario detener la hemorragia de votos por el costado derecho de la candidatura Tomic, que, a la luz de algunos sondeos, se estaba produciendo con toda claridad. Surgió, así, el problema de planteárselo al candidato, cuya reacción negativa se temía. Para no despertar susceptibilidad alguna en él, se eligió a Bosco Parra, un hombre de su total confianza, para exponerle el punto. Lo hizo con transparencia y extraordinaria solidez. Era difícil contradecir su argumentación. Tomic escuchó en silencio su exposición y reaccionó después, sin entrar a una discusión, en forma categórica: si se imponía el criterio desarrollado por Parra, él renunciaba a su candidatura. Ahí terminó el debate y el intento de rectificar un poco. No aceptó la argumentación, que se fundamentaba en una necesidad táctica, aduciendo razones de principio. O sea, mientras su equipo electoral razonaba en un nivel, el táctico, que es tan importante en las campañas electorales, Tomic lo desconocía, haciendo de su perspectiva, desarrollada exclusivamente en el ámbito de los principios y de la estrategia, el único criterio normativo de su acción. Su rigidez era evidente. Más ejemplos de esta forma de actuar podrían encontrarse con facilidad en un estudio detallado de su vida política, necesaria por su gravitación en el país.

El hecho es que ganó Allende y empezó un nuevo proceso político que fascinó al mundo y que opacó al período de Frei, no por sus realizaciones, algunas de las cuales se arruinaron al poco andar, sino por su novedad. En tres años (o mil días, como se ha dicho) Chile vivió una etapa irrepetible de su historia, en que se jugó todo su destino futuro por varias décadas. El modelo que se pretendió llevar a cabo, la llamada “vía chilena al socialismo”, fracasó estruendosamente y le abrió paso a la revolución neoliberal de Pinochet. Cayó víctima de sus propios errores, desde luego, pero arrastró a todos los sectores del país, que debieron asumir ante la gran Historia su propia cuota de responsabilidad, sepultando además a la democracia chilena por casi dos décadas.

Personalmente viví esta fase con real interés. Me retiré a tareas que me permitieron ser más un observador que un actor, a pesar de algunas actuaciones mías que narraré más adelante. Tuve que hacer análisis político fino de la realidad chilena para ganarme la vida. Durante casi tres años le hice informes de lo que pasaba en el país a los miembros de la Junta del Acuerdo de Cartagena o Pacto Andino, con sede en Lima. Buscando quién pudiera mantenerlos al día, a través de un muy querido amigo y gran periodista, Alejandro Cabrera, que estaba encargado de la Unidad de Comunicaciones del joven organismo subregional, dieron conmigo y me contrataron por una módica suma, que, como era en dólares, en Chile lucía muy bien. Los informes que hice, en forma de cartas a mi amigo, contienen mucha información y análisis de este período. Creo que, en general, fueron certeros, sobre todo, cuando comenzó a aproximarse la catástrofe. Me equivoqué eso sí en la orientación política que se impondría dentro de los militares. Jamás imaginé que se entregarían tan completamente a la derecha. En este error estuve, creo, junto a Tomic y algunos más, que también creyeron que podía imponerse dentro de los militares una línea progresista, un poco “a la peruana”, siguiendo el modelo del general Velasco Alvarado.

También trabajé como comentarista internacional de TV, en el Canal 4 de Valparaíso, perteneciente a la Universidad Católica de ese puerto. Tenía a mi cargo el análisis de los principales hechos mundiales dentro del noticiario de las 22 horas tres veces a la semana, más otras participaciones haciendo entrevistas que salían directamente al aire. Todo esto me hacía mantener una actitud prudente de observador, puesto que debía tratar de ser ecuánime, siguiendo la línea de un canal que pretendía mantener cierto nivel que lo hiciera merecedor de su carácter universitario.

Trabajé igualmente en la Vice-Rectoría de Comunicaciones de la UCV, junto al Vicerrector, Juan Orellana Peralta, mi gran amigo de toda la vida.

Por último, hice clases en un curso de relaciones internacionales en la Universidad Católica de Valparaíso. En esta condición de académico tuve una vez, en el Senado de la Universidad, una participación protagónica de la cual hasta hoy me siento orgulloso. Estábamos a fines de junio de 1973 y los estudiantes, dirigidos por un joven DC muy influido en ese momento por la gente de derecha, se habían tomado la Universidad y habían declarado que sólo la abandonarían cuando renunciara Allende. La situación era, en extremo, peligrosa. De acuerdo con algunos profesores del Movimiento de Reforma, decidí jugarme el todo por el todo y hablé en el Senado Académico pidiendo el fin de la toma. Lo hice a través de un meditado discurso que escribí y que reproduzco en estos apuntes como anexo. Mi intervención golpeó fuerte en el ambiente y precipitó el fin de la crisis de ese momento. La Universidad reanudó sus actividades y públicamente apareció en una posición ponderada de búsqueda de una salida pacífica a la gran crisis nacional.

Volviendo al gobierno de Allende, debo decir que me abrumó ver la cantidad de errores que cometió, comenzando por el primer mandatario. Allende era un demócrata a carta cabal, pero también un hombre deseoso de hacer una revolución que llevara al país al socialismo, ideal en el que creía con la fe de un carbonero. Su programa, llamado “Vía chilena al socialismo”, quería ir, por cierto, más lejos que el de Frei, pero tenía algunas continuidades obvias, dada la similitud de diagnóstico del cual se partía.

Sin embargo, lo central no estuvo en el programa planteado al país, que nunca fue llevado a cabo plenamente, sino en la dinámica desatada al asumir la Presidencia de Chile un político marxista. En el panorama mundial de “guerra fría” por el cual se atravesaba, el peor enemigo de un desarrollo pacífico en Chile bajo premisas como las planteadas por Allende se llamaba “polarización”. Caer en ella equivalía a precipitarse en un abismo sin fin conocido y era casi lógico suponer que los sectores opuestos más extremos buscarían llegar a ese punto. De hecho sucedió así y la derecha se preparó desde un comienzo para derrocar a Allende. Incluso, hizo variados esfuerzos por impedir que asumiera como Presidente de la República. La DC, en este cuadro, quedó emparedada entre esa derecha conspiradora y una izquierda donde poco a poco fueron ganando terreno las posiciones más extremas. Esta situación, quizá, pudo haberla llevado a su desintegración, de no mediar una fortaleza interna que tenía, nunca reconocida y entendida por los observadores externos a la DC, que solían -y suelen hasta hoy- anunciar su desaparición de la escena nacional.

Sobre el Gobierno de Allende existe una vasta literatura. A los primeros análisis que se apresuraron a hacer los sectores de los dos extremos, cargados de mucha pasión y falta de objetividad, siguieron después trabajos serios que fueron mostrando el cuadro en toda su extensión y complejidad. Hoy se logra un cierto consenso en varias cosas, incluyendo a personeros del sector más afectado, esto es, de la izquierda socialista.

Mi tesis central, que desarrollé en 1974 en un artículo que escribí con el profesor Dieter Nohlen, consiste en afirmar que el programa original de Allende nunca fue llevado a la práctica plenamente, porque se diluyó en la lucha con la extrema izquierda, por un lado, y con la derecha, por el otro. Particularmente corrosiva para Allende fue la extrema izquierda, cuyo discurso se apoderó de la escena y llegó a ser hegemónico dentro de la coalición gubernamental, mostrando la imagen que la derecha deseaba proyectar y que, por eso mismo, magnificó hasta la saciedad para alentar a los militares a intervenir. Ellos actuaron, en definitiva, sólo cuando se formaron la idea de que la estrategia de la extrema izquierda dominaba dentro de la Unidad Popular y del Gobierno, hasta el punto de aprestarse a dar un golpe de mano que les entregara el tan ansiado “poder total”.

Para tratar de alcanzar alguna objetividad en el análisis histórico de todos estos años resulta indispensable darle una mirada global al país que dejó Allende tras de sí.

La situación económica mostraba, al terminar el gobierno de Allende, las siguientes características, que he tomado prestadas a Sergio Molina de un artículo que publicó en la revista "Mensaje": a) El proceso inflacionario se había acelerado “a niveles desconocidos hasta esa época” (¡el alza del costo de vida llegó a superar el 1% al día!); b) el desajuste entre la demanda y los bienes disponibles “había producido una escasez creciente de bienes y servicios” (el mercado negro adquirió una presencia inédita en el país); c) se había realizado una masiva transferencia de activos “de propiedad privada a propiedad o control del Estado” (que se manejaron con muy poca eficacia y racionalidad); d) existía un “retroceso en el mejoramiento relativo del ingreso de los asalariados que se había alcanzado en 1971" (hecho paradojal y grave en un gobierno que pretendía estar al servicio de los trabajadores y de los más pobres); e) había una disminución “del producto interno bruto, en relación con el nivel alcanzado en 1972”; y f) existía un “extraordinario aumento de la deuda externa” y una “crisis del comercio exterior”. (Cf. Molina 1974: 11)

Socialmente, la división entre sectores ricos y pobres se mantuvo a la larga sin grandes modificaciones. El avance relativo en ese aspecto, que se produjo durante el primer año de gobierno, se perdió en el desorden económico de los dos años siguientes.

Políticamente, la polarización había llegado a límites que parecían imposibles de ser superados. Los adversarios habían pasado a ser enemigos. El lenguaje predominante era de naturaleza bélica. El choque se fue haciendo cada vez más violento. Se hablaba livianamente de guerra civil.

El desenlace del 11 de septiembre de 1973 constituyó la culminación de esta dinámica infernal. Marcó el fin de una era histórica y el comienzo de una nueva.

En esta mirada de conjunto la figura de Salvador Allende merece un comentario. Era un tribuno notable que formaba parte del sistema constitucional vigente. Se movía en él con soltura y hasta solemnidad. Quería cambios profundos, pero estaba convencido de que debían llevarse a cabo dentro de los canales democráticos establecidos. Era elegante y de gustos burgueses, que sus adversarios le reprochaban. Amaba a su patria y a su pueblo. Era en el fondo un idealista romántico. Se confesaba marxista y hasta marxista-leninista, aunque existió siempre la impresión de que no sabía con rigor académico lo que eso significaba. Había aprendido esto en la "universidad de la vida", como se lo comunicó a Regis Debray en una entrevista famosa y larga publicada en la revista "Punto Final" en marzo de 1971. Quiso ser Presidente para servir a los más pobres, dignificando su vida, haciéndole justicia a sus ahnelos de redención. En su relación con los comunistas le temió siempre a la idea de tener que pasar a la historia chilena como otro Gabriel González Videla, el radical que llegó a la Presidencia apoyado por el partido comunista y que poco después lo puso fuera de la ley y persiguió a los dirigentes como sus peores enemigos. Por eso, cuidó su relación con este partido y evitó ponerla en peligro de romperse. Interiormente, creo que se sentía muy cercano a la figura trágica de Balmaceda. "No quiero ser otro Balmaceda" exclamó una vez, para indicar que no deseaba la muerte por suicidio. Pero, a la vez, estaba dispuesto a ello, como lo demostró en su hora. Su final lo convirtió en un arquetipo que crece con el tiempo. En el siguiente capítulo, dedicado al golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, volveré a referirme a él.